Capítulo I: Perdida
Paulina seguía mirando los vestidos.
¡Eran tan vaporosos, tan coloridos! Sabía perfectamente que Mindy ya era mayor para usarlos, y pensar en ello le inspiró un profundo suspiro. De todos modos, a Mindy le fastidiaba llevarlos. No podía jugar ni arrastrarse ni correr. Jamás había sabido estarse quieta. Era simplemente una niña normal que gustaba de divertirse. Paulina, por otro lado, no había vivido rodeada de tantos niños como su hermana a lo largo de su infancia; ella era tan propia como una muñequita de porcelana. En su casa, había sido siempre el juguetito de todos los adultos. Desde muy tierna edad se había cultivado su intelecto. Su familia había sido un ejemplo muy admirable y también muy estricto, pero no cabía duda de que siempre había sido amada… Salvo por su madre, quien jamás la perdonaría por haber llegado a su vida.
Un nuevo suspiro.
Paulina miró a su alrededor. El señor Khröler, el viejo propietario de la tienda, la observaba con atención. Lo conocía desde niña, desde que ella misma había modelado sus creaciones. Siempre había sido muy cálido con ella. Hoy, sin embargo, no le sonrió; su gesto era más bien de molestia, con un dejo de… ¿piedad? Curioso. Estaba a punto de volver a mirarlo para corroborar su suposición cuando algo más en su campo de visión captó su atención, y un instinto más poderoso que cualquier otro impulso detectó que algo andaba terriblemente mal.
Dos cosas sucedieron en ese momento. Dos cosas que desatarían un infierno, la más horrible de las pesadillas.
Primera, Paulina vislumbró a su madre, Escandra, lejos de donde la había dejado por última vez, vigilando a su hermana menor. Su rostro reflejaba una sonrisa socarrona y torcida, como la que esbozaba cada vez que sorprendía a la joven Paulina en medio de alguna tontería.
Segunda, el pequeño asiento en la librería de niños que Mindy solía ocupar junto a la ventana estaba vacío.
Presa del pánico y con todos sus sentidos en alerta, Paulina se dirigió hacia el acogedor local. Sintió helarse sus entrañas cuando cayó en la cuenta de que en verdad Mindy no estaba por ningún lado.
La señora Cope, la dueña, la miró con dulzura y con una expresión de lástima en sus grandes ojos verdes como lama. En su ira, a Paulette le pareció solo una vieja estúpida. La saludó al llegar a su lado.
-Polly, querida, que sorpresa verte por aquí…- comenzó la cuarentona, pero Paulina estaba ocupada para estas tonterías.
-¿Dónde está?- demandó casi gritando. -¿Dónde está Mindy?
En el rostro de la señora Cope se dibujó una expresión de verdadero dolor. –Polly, sabes que Mindy no está. No hay nada que puedas hacer ya-.
Paulina no reaccionó. Estaba aturdida. Volvía la cabeza en todas direcciones, buscando a la pequeña de once años. Seguramente alguien debió verla. Se abrió paso por las mesitas, escapando grácilmente a los dedos de la librera y mirando a cada niña a la cara hasta estar completamente segura que no era Mindy. Recorrió toda la tienda. Cuando la horrible verdad fue evidente, echó a correr por toda la plaza comercial, buscando. No tardó mucho en comenzar a gritar su nombre.
Algo le tapó nariz y boca. Tenía un aroma dulzón que le quemaba la nariz y la garganta. No podía respirar nada más. En ese infinitesimal segundo, una trivialidad cruzó por su mente: Doce años de estudio de las artes marciales al carajo…
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