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5 ago 2009

Capítulo V: La historia

TRES DÍAS ANTES DE LA VERDAD

Paulina se enervó. Una corriente eléctrica le caminó por la espina dorsal y sintió náuseas al leer las últimas tres palabras del correo. Yo... lo... escribí. La cabeza le dio vueltas. Por primera vez desde hacía más de dos años sintió fuerzas. Y también había algo más: Un destello, un instinto que había estado latente desde hacía tanto. Uno que se erguía poderoso y desgarrador desde lo más profundo de su ser.
Vendetta.
Abrió el archivo adjunto en el mensaje, notando un temblor incontrolable en las manos. La misiva tenía un extraño título:
>El Ático<

4 ago 2009

Capítulo IV: En la prisión

La habitación estaba completamente cubierta por lo que podríamosllamar "el arte adolescente". Cientos y cientos de grafiti daban testimonio del torrente de gente que había desfilado por esa misma habitación. Eran de un apagado gris verdoso, el color que usualmente se ve en los pantanos y en las paredes de las escuelas secundarias. La pared más alejada de la estancia lucía la tradicional litera compuesta por dos planchas metálicas y el delgado colchón cubierto de una raída manta. La cama inferior estaba ocupada por una mujer de unos treinta años que escuchaba la historia de su compañera a la luz de la luna.
Sobre la parte superior, tendida cuan larga era, estaba Paulina.
-¿Cuándo te diste cuenta de que había sido tu madre?-, preguntó Cora, evidentemente molesta por el ritmo tan tranquilo con el que la niña recitaba su historia. Estaría por otros quince años ahí encerrada, y además estaría con esta mocosa chillona y malcriada y sus estúpidos problemas de ricachona mal portada. Profirió un suspiro.
No que la chiquilla no tuviera sus razones para irse con calma. Había aprendido discreción en el seno de su familia, y era un talento innato en ella. Proceder con cautela. Se debatía con los detalles que quería compartir de su historia. Había cosas que podía decir, otras que debían ser comprendidas. Y había detalles que jamás debían saberse.
Con la misma calma con la que había inicado su relato, Paulina prosiguió.

3 ago 2009

Capítulo III: El artista

El ordenador descansaba en su lugar habitual.
Era una estancia simple y a la vez elegante. El lugar estaba repleto de libros de diversos tamaños, colores y temas, escritos en todos los idiomas habidos y por haber, apilados todos ellos en cada rincón, formando torres y tapizando las paredes. Mil gatos rondaban por los pasillos del laberinto que formaban los textos a lo largo del diminuto departamento.
Constaba de tres simples habitaciones: un baño, una recámara y el cuarto de estar que hacía las veces de cocina y comedor. Una anciana televisión que añoraba en vano ser encendida descansaba debajo de otra pila de empolvados volúmenes. Solo había tres aparatos electrónicos en funciones en ese lugar, y ninguno de ellos era la vieja caja de imagenes: uno era el ordenador, otro el móvil que solía recorrer las calles de la ciudad en el bosillo derecho delantero de su amo. El tercero, un aparato de sonido con aditamentos para tocar desde acetatos Long Play hasta el inexistente mp3 que solían llevar los jóvenes en estos tiempos. El tiempo y los cambiates estados de ánimo de la persona que vivía aquí habían ocasionado el paso de casi todos los estilos musicales existentes a través de las raídas bocinas.
Parecía la dirección de un universitario, o la de un artista renegado. Realmente era la buhardilla de un tipo cualquiera que gustaba de escribir en su tiempo libre. Con la sola diferencia de que se trataba de un obsesionado psicópata en formación.
Se trataba de un hombre de metro ochenta de estatura, corpulento y de facciones por lo demás comunes. Su mirada era lo único que delataba la clase de persona que era: Unos profundos ojazos negros asomando por debajo de un par de cejas muy pobladas como dos azotadores. Las largas pestañas como cepillos se ceñían a lo largo de su párpado móvil y le conferían las unas veces un aspecto tierno, y las otras también un aspecto amenazador. En ambos casos el efecto era sobrecogedor, y no era atenuado ni una pizca por los lentes de mica rectangular y gruesas orillas negras que llevaba en todo momento sobre las narices. Solía llevar el cabello negro, sedoso y ondulado unos quince centímetros por arriba de la cintura hasta que conoció a la niña. Desde entonces lo había recortado hasta que solo le llegaba a los hombros.
La doble curva de sus labios solía resultar irresistible... hasta que adoptaba esa espantosa mueca que gritaba "Problemas".
Uno de los gatos, Sofo, se restregó contra la pierna del inhumano espécimen mientras el ordenador encendía. Traía entre las fauces uno de los miles de avechuchos de su odiosa vecina. Era una vieja desdentada y tan arrugada como un mueble rústico que solía maltratar a sus mininos cuando estos se acercaban a la inmensa jaula que la vieja tenía frente a la puerta del apartamento. Esas aves la tenían contra él... y él las despreciaba con todas sus fuerzas; su horrible trinar le martilleaba en las sienes...
Miró la presa de su gato. Algo que tienen los gatos es que les encanta jugar con su comida; el plumífero seguía retorciéndose. Seguro que la decrépita anciana no llevaba la cuenta de sus infernales secuaces.
Con cuidado sacó aquella masa de plumas de entre las fauces de Sofo. El infernal canario le atestó un mordisco en el índice. Eso facilitaría hacer lo que tenía en mente...

22 jun 2009

Capítulo II: Curando las heridas

18 de septiembre, 1982.
Cumpleaños de Mindy. Era el segundo año que no pasaba su cumpleaños en casa.
Hacía dos años, Mindy había desaparecido sin ninguna explicación, sin que nadie conociera su paradero.
La familia de Paulina estaba devastada. Después de lo ocurrido, Escandra, la madre de Mindy y Paulina había pasado cada vez más tiempo lejos de casa, en alguna oficina de la ciudad de Nueva York. Solo venía esporádicamente a ver a su primogénita de 19 años, quien seguía viviendo en la misma casita de Greenville, en Carolina del Sur.
Esa mañana, Paulina se levantó temprano, como siempre. Preparó el desayuno y lo comió lentamente. Estaba plenamente consciente de la fecha, y cada vez que reparaba en ello regresaban los retortijones en su estómago. No tardó mucho en dejar de comer. Notó que una vez más había dejado el tazón de cereal a medio terminar, y no había tocado la ensalada de frutas; apenas había tocado la taza de café para tomar un par de sorbitos a través de unos labios blancos y apretados fuertemente.
Dos años y medio de separación. Había pasado ya bastante tiempo desde que le habían arrancado la razón de su existencia. No habría manera de superarlo, ella lo sabía. Seguía conservando la esperanza de saber de ella. Saber lo que fuera, incluso las peores noticias, sería mejor que permanecer en la misma ignorancia. Una confesión, una pista, un diminuto cuerpo en descomposición… cualquier cosa sería mejor que no saber.
No había manera de pararlo ya: Nuevamente estaba recordando.

Las preguntas desesperadas.
-Por favor, ¿no la han visto?
-Se ha perdido la muñeca…
-¿Sabe dónde podría estar?
-Tiene el cabello castaño oscuro y unos hermosos ojos color chocolate. Por favor…
-¿Está usted absolutamente seguro de no haberla visto?
Nada.

La búsqueda.
Se la busca por los montes; se la busca por las selvas. Se pregunta en ranchos, puentes y gasolineras.
Se colocan letreros en cada poste y cada barda. Se entregan panfletos con su foto a cada persona que pasa. Se la anuncia en la televisión, el Internet y la radio. Se ha ofrecido pagar lo que sea por ella. Se hace un llamado a los secuestradores de la niña: Se les promete, cielo mar y tierra.
Se ha peinado cada rincón del país.
Nada.

La espera.
Han pasado doce horas. Nadie la ha visto. Nadie recuerda. Todos la conocen, pero nadie parece saber su paradero.
Han pasado tres semanas. No hay contacto de ninguna índole. La policía no tiene pistas, no hay videos en ninguna cámara de seguridad del territorio de los Estados Unidos.
Han pasado dos meses de angustia y alerta. A diario va la familia a reconocer niños en la morgue de todos los hospitales. Nunca es Mindy.
Seis meses de tortura. No nos han pedido nada. ¡A ver, ¿qué esperan?!
El teléfono no suena… tampoco la puerta…

El mundo da a la hermosa niña por muerta.

No lo toleró más. Tomó su impermeable y salió rumbo al colegio.
No fue sino otro día monótono. La ciencia ya no le interesaba como antes. No había ya nada que el mundo le pudiera ofrecer. Cuando se pierde la razón de tu existencia, el universo entero deja de tener sentido.
Llegó a casa de nuevo, y no comió nada. No tenía apetito. Encendió su ordenador y en el tiempo que le tomó arrancarlo, fue a visitar la habitación de Mindy.
Era curioso. La mayoría de las veces, cuando un niño ha desaparecido o muerto, su habitación permanece inalterada, como un santuario por el que no pasan los años, congelado para siempre jamás. Esta no.
La pintura estaba brillante, no tendría más de seis meses. No había una sola partícula de polvo, ni tampoco telarañas. La habitación en sí ya no parecía la de una niña de once años. Era claro el paso hacia la adolescencia: En lugar de las mantas con princesas había unas con un estampado de franjas color lila y morado, y las paredes lucían cromos de artistas pop en lugar de los coloridos personajes de Plaza Sésamo.
El ordenador debería de estar listo ya. Paulina abrió las ventanas para que entrara un poco de luz solar y se ventilara, y al salir dejó abierta la puerta también.
Un nuevo correo electrónico. Le habían escrito de algún programa amarillista para que concediera una entrevista acerca de lo que había ocurrido. Ella solo lo hacía por una razón: Después de tanto tiempo, alguien podría revelarle algún dato que la llevara a dar con el paradero de Mindy.
Otro correo. De un… ¿nuevo compañero de clase? Qué curioso… no lo había notado. Bueno, eso no tenía nada de particular; casi no se percataba de nada en estos días. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no tenía contacto con lo que venía a ser el “mundo exterior”, y un tiempo después también el mundo exterior dejó de tener contacto conmigo. ¿Por qué demonios le darían mi dirección de correo? Tal vez una broma…
Mmm… no, no parecía broma. El mensaje parecía de una persona que sabía lo que estaba haciendo. La había llamado por su sobrenombre, no por su nombre de pila. Rezaba así:

Hola, Polly,
Te ruego me disculpes: Soy nuevo en el Instituto y me han referido a ti. Tengo un documento que podría ser de tu interés. Conozco tu historial. Sé que fuiste estudiante de Derecho, y que te interesas en criminología y ciencias… y sé que dejaste todo eso. Yo sé qué es lo que te tiene atrapada, siempre en movimiento… siempre incompleta. Yo sé qué es lo que te tiene despierta cada noche, sobre todo en noches como esta. Yo sé lo que te atormenta, porque yo lo escribí…

12 jun 2009

El Escritor

Capítulo I: Perdida

Paulina seguía mirando los vestidos.

¡Eran tan vaporosos, tan coloridos! Sabía perfectamente que Mindy ya era mayor para usarlos, y pensar en ello le inspiró un profundo suspiro. De todos modos, a Mindy le fastidiaba llevarlos. No podía jugar ni arrastrarse ni correr. Jamás había sabido estarse quieta. Era simplemente una niña normal que gustaba de divertirse. Paulina, por otro lado, no había vivido rodeada de tantos niños como su hermana a lo largo de su infancia; ella era tan propia como una muñequita de porcelana. En su casa, había sido siempre el juguetito de todos los adultos. Desde muy tierna edad se había cultivado su intelecto. Su familia había sido un ejemplo muy admirable y también muy estricto, pero no cabía duda de que siempre había sido amada… Salvo por su madre, quien jamás la perdonaría por haber llegado a su vida.
Un nuevo suspiro.
Paulina miró a su alrededor. El señor Khröler, el viejo propietario de la tienda, la observaba con atención. Lo conocía desde niña, desde que ella misma había modelado sus creaciones. Siempre había sido muy cálido con ella. Hoy, sin embargo, no le sonrió; su gesto era más bien de molestia, con un dejo de… ¿piedad? Curioso. Estaba a punto de volver a mirarlo para corroborar su suposición cuando algo más en su campo de visión captó su atención, y un instinto más poderoso que cualquier otro impulso detectó que algo andaba terriblemente mal.
Dos cosas sucedieron en ese momento. Dos cosas que desatarían un infierno, la más horrible de las pesadillas.
Primera, Paulina vislumbró a su madre, Escandra, lejos de donde la había dejado por última vez, vigilando a su hermana menor. Su rostro reflejaba una sonrisa socarrona y torcida, como la que esbozaba cada vez que sorprendía a la joven Paulina en medio de alguna tontería.
Segunda, el pequeño asiento en la librería de niños que Mindy solía ocupar junto a la ventana estaba vacío.
Presa del pánico y con todos sus sentidos en alerta, Paulina se dirigió hacia el acogedor local. Sintió helarse sus entrañas cuando cayó en la cuenta de que en verdad Mindy no estaba por ningún lado.
La señora Cope, la dueña, la miró con dulzura y con una expresión de lástima en sus grandes ojos verdes como lama. En su ira, a Paulette le pareció solo una vieja estúpida. La saludó al llegar a su lado.
-Polly, querida, que sorpresa verte por aquí…- comenzó la cuarentona, pero Paulina estaba ocupada para estas tonterías.
-¿Dónde está?- demandó casi gritando. -¿Dónde está Mindy?
En el rostro de la señora Cope se dibujó una expresión de verdadero dolor. –Polly, sabes que Mindy no está. No hay nada que puedas hacer ya-.
Paulina no reaccionó. Estaba aturdida. Volvía la cabeza en todas direcciones, buscando a la pequeña de once años. Seguramente alguien debió verla. Se abrió paso por las mesitas, escapando grácilmente a los dedos de la librera y mirando a cada niña a la cara hasta estar completamente segura que no era Mindy. Recorrió toda la tienda. Cuando la horrible verdad fue evidente, echó a correr por toda la plaza comercial, buscando. No tardó mucho en comenzar a gritar su nombre.
Algo le tapó nariz y boca. Tenía un aroma dulzón que le quemaba la nariz y la garganta. No podía respirar nada más. En ese infinitesimal segundo, una trivialidad cruzó por su mente: Doce años de estudio de las artes marciales al carajo…