La habitación estaba completamente cubierta por lo que podríamosllamar "el arte adolescente". Cientos y cientos de grafiti daban testimonio del torrente de gente que había desfilado por esa misma habitación. Eran de un apagado gris verdoso, el color que usualmente se ve en los pantanos y en las paredes de las escuelas secundarias. La pared más alejada de la estancia lucía la tradicional litera compuesta por dos planchas metálicas y el delgado colchón cubierto de una raída manta. La cama inferior estaba ocupada por una mujer de unos treinta años que escuchaba la historia de su compañera a la luz de la luna.
Sobre la parte superior, tendida cuan larga era, estaba Paulina.
-¿Cuándo te diste cuenta de que había sido tu madre?-, preguntó Cora, evidentemente molesta por el ritmo tan tranquilo con el que la niña recitaba su historia. Estaría por otros quince años ahí encerrada, y además estaría con esta mocosa chillona y malcriada y sus estúpidos problemas de ricachona mal portada. Profirió un suspiro.
No que la chiquilla no tuviera sus razones para irse con calma. Había aprendido discreción en el seno de su familia, y era un talento innato en ella. Proceder con cautela. Se debatía con los detalles que quería compartir de su historia. Había cosas que podía decir, otras que debían ser comprendidas. Y había detalles que jamás debían saberse.
Con la misma calma con la que había inicado su relato, Paulina prosiguió.
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