3 ago 2009

Capítulo III: El artista

El ordenador descansaba en su lugar habitual.
Era una estancia simple y a la vez elegante. El lugar estaba repleto de libros de diversos tamaños, colores y temas, escritos en todos los idiomas habidos y por haber, apilados todos ellos en cada rincón, formando torres y tapizando las paredes. Mil gatos rondaban por los pasillos del laberinto que formaban los textos a lo largo del diminuto departamento.
Constaba de tres simples habitaciones: un baño, una recámara y el cuarto de estar que hacía las veces de cocina y comedor. Una anciana televisión que añoraba en vano ser encendida descansaba debajo de otra pila de empolvados volúmenes. Solo había tres aparatos electrónicos en funciones en ese lugar, y ninguno de ellos era la vieja caja de imagenes: uno era el ordenador, otro el móvil que solía recorrer las calles de la ciudad en el bosillo derecho delantero de su amo. El tercero, un aparato de sonido con aditamentos para tocar desde acetatos Long Play hasta el inexistente mp3 que solían llevar los jóvenes en estos tiempos. El tiempo y los cambiates estados de ánimo de la persona que vivía aquí habían ocasionado el paso de casi todos los estilos musicales existentes a través de las raídas bocinas.
Parecía la dirección de un universitario, o la de un artista renegado. Realmente era la buhardilla de un tipo cualquiera que gustaba de escribir en su tiempo libre. Con la sola diferencia de que se trataba de un obsesionado psicópata en formación.
Se trataba de un hombre de metro ochenta de estatura, corpulento y de facciones por lo demás comunes. Su mirada era lo único que delataba la clase de persona que era: Unos profundos ojazos negros asomando por debajo de un par de cejas muy pobladas como dos azotadores. Las largas pestañas como cepillos se ceñían a lo largo de su párpado móvil y le conferían las unas veces un aspecto tierno, y las otras también un aspecto amenazador. En ambos casos el efecto era sobrecogedor, y no era atenuado ni una pizca por los lentes de mica rectangular y gruesas orillas negras que llevaba en todo momento sobre las narices. Solía llevar el cabello negro, sedoso y ondulado unos quince centímetros por arriba de la cintura hasta que conoció a la niña. Desde entonces lo había recortado hasta que solo le llegaba a los hombros.
La doble curva de sus labios solía resultar irresistible... hasta que adoptaba esa espantosa mueca que gritaba "Problemas".
Uno de los gatos, Sofo, se restregó contra la pierna del inhumano espécimen mientras el ordenador encendía. Traía entre las fauces uno de los miles de avechuchos de su odiosa vecina. Era una vieja desdentada y tan arrugada como un mueble rústico que solía maltratar a sus mininos cuando estos se acercaban a la inmensa jaula que la vieja tenía frente a la puerta del apartamento. Esas aves la tenían contra él... y él las despreciaba con todas sus fuerzas; su horrible trinar le martilleaba en las sienes...
Miró la presa de su gato. Algo que tienen los gatos es que les encanta jugar con su comida; el plumífero seguía retorciéndose. Seguro que la decrépita anciana no llevaba la cuenta de sus infernales secuaces.
Con cuidado sacó aquella masa de plumas de entre las fauces de Sofo. El infernal canario le atestó un mordisco en el índice. Eso facilitaría hacer lo que tenía en mente...

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