22 jun 2009

Capítulo II: Curando las heridas

18 de septiembre, 1982.
Cumpleaños de Mindy. Era el segundo año que no pasaba su cumpleaños en casa.
Hacía dos años, Mindy había desaparecido sin ninguna explicación, sin que nadie conociera su paradero.
La familia de Paulina estaba devastada. Después de lo ocurrido, Escandra, la madre de Mindy y Paulina había pasado cada vez más tiempo lejos de casa, en alguna oficina de la ciudad de Nueva York. Solo venía esporádicamente a ver a su primogénita de 19 años, quien seguía viviendo en la misma casita de Greenville, en Carolina del Sur.
Esa mañana, Paulina se levantó temprano, como siempre. Preparó el desayuno y lo comió lentamente. Estaba plenamente consciente de la fecha, y cada vez que reparaba en ello regresaban los retortijones en su estómago. No tardó mucho en dejar de comer. Notó que una vez más había dejado el tazón de cereal a medio terminar, y no había tocado la ensalada de frutas; apenas había tocado la taza de café para tomar un par de sorbitos a través de unos labios blancos y apretados fuertemente.
Dos años y medio de separación. Había pasado ya bastante tiempo desde que le habían arrancado la razón de su existencia. No habría manera de superarlo, ella lo sabía. Seguía conservando la esperanza de saber de ella. Saber lo que fuera, incluso las peores noticias, sería mejor que permanecer en la misma ignorancia. Una confesión, una pista, un diminuto cuerpo en descomposición… cualquier cosa sería mejor que no saber.
No había manera de pararlo ya: Nuevamente estaba recordando.

Las preguntas desesperadas.
-Por favor, ¿no la han visto?
-Se ha perdido la muñeca…
-¿Sabe dónde podría estar?
-Tiene el cabello castaño oscuro y unos hermosos ojos color chocolate. Por favor…
-¿Está usted absolutamente seguro de no haberla visto?
Nada.

La búsqueda.
Se la busca por los montes; se la busca por las selvas. Se pregunta en ranchos, puentes y gasolineras.
Se colocan letreros en cada poste y cada barda. Se entregan panfletos con su foto a cada persona que pasa. Se la anuncia en la televisión, el Internet y la radio. Se ha ofrecido pagar lo que sea por ella. Se hace un llamado a los secuestradores de la niña: Se les promete, cielo mar y tierra.
Se ha peinado cada rincón del país.
Nada.

La espera.
Han pasado doce horas. Nadie la ha visto. Nadie recuerda. Todos la conocen, pero nadie parece saber su paradero.
Han pasado tres semanas. No hay contacto de ninguna índole. La policía no tiene pistas, no hay videos en ninguna cámara de seguridad del territorio de los Estados Unidos.
Han pasado dos meses de angustia y alerta. A diario va la familia a reconocer niños en la morgue de todos los hospitales. Nunca es Mindy.
Seis meses de tortura. No nos han pedido nada. ¡A ver, ¿qué esperan?!
El teléfono no suena… tampoco la puerta…

El mundo da a la hermosa niña por muerta.

No lo toleró más. Tomó su impermeable y salió rumbo al colegio.
No fue sino otro día monótono. La ciencia ya no le interesaba como antes. No había ya nada que el mundo le pudiera ofrecer. Cuando se pierde la razón de tu existencia, el universo entero deja de tener sentido.
Llegó a casa de nuevo, y no comió nada. No tenía apetito. Encendió su ordenador y en el tiempo que le tomó arrancarlo, fue a visitar la habitación de Mindy.
Era curioso. La mayoría de las veces, cuando un niño ha desaparecido o muerto, su habitación permanece inalterada, como un santuario por el que no pasan los años, congelado para siempre jamás. Esta no.
La pintura estaba brillante, no tendría más de seis meses. No había una sola partícula de polvo, ni tampoco telarañas. La habitación en sí ya no parecía la de una niña de once años. Era claro el paso hacia la adolescencia: En lugar de las mantas con princesas había unas con un estampado de franjas color lila y morado, y las paredes lucían cromos de artistas pop en lugar de los coloridos personajes de Plaza Sésamo.
El ordenador debería de estar listo ya. Paulina abrió las ventanas para que entrara un poco de luz solar y se ventilara, y al salir dejó abierta la puerta también.
Un nuevo correo electrónico. Le habían escrito de algún programa amarillista para que concediera una entrevista acerca de lo que había ocurrido. Ella solo lo hacía por una razón: Después de tanto tiempo, alguien podría revelarle algún dato que la llevara a dar con el paradero de Mindy.
Otro correo. De un… ¿nuevo compañero de clase? Qué curioso… no lo había notado. Bueno, eso no tenía nada de particular; casi no se percataba de nada en estos días. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no tenía contacto con lo que venía a ser el “mundo exterior”, y un tiempo después también el mundo exterior dejó de tener contacto conmigo. ¿Por qué demonios le darían mi dirección de correo? Tal vez una broma…
Mmm… no, no parecía broma. El mensaje parecía de una persona que sabía lo que estaba haciendo. La había llamado por su sobrenombre, no por su nombre de pila. Rezaba así:

Hola, Polly,
Te ruego me disculpes: Soy nuevo en el Instituto y me han referido a ti. Tengo un documento que podría ser de tu interés. Conozco tu historial. Sé que fuiste estudiante de Derecho, y que te interesas en criminología y ciencias… y sé que dejaste todo eso. Yo sé qué es lo que te tiene atrapada, siempre en movimiento… siempre incompleta. Yo sé qué es lo que te tiene despierta cada noche, sobre todo en noches como esta. Yo sé lo que te atormenta, porque yo lo escribí…

12 jun 2009

El Escritor

Capítulo I: Perdida

Paulina seguía mirando los vestidos.

¡Eran tan vaporosos, tan coloridos! Sabía perfectamente que Mindy ya era mayor para usarlos, y pensar en ello le inspiró un profundo suspiro. De todos modos, a Mindy le fastidiaba llevarlos. No podía jugar ni arrastrarse ni correr. Jamás había sabido estarse quieta. Era simplemente una niña normal que gustaba de divertirse. Paulina, por otro lado, no había vivido rodeada de tantos niños como su hermana a lo largo de su infancia; ella era tan propia como una muñequita de porcelana. En su casa, había sido siempre el juguetito de todos los adultos. Desde muy tierna edad se había cultivado su intelecto. Su familia había sido un ejemplo muy admirable y también muy estricto, pero no cabía duda de que siempre había sido amada… Salvo por su madre, quien jamás la perdonaría por haber llegado a su vida.
Un nuevo suspiro.
Paulina miró a su alrededor. El señor Khröler, el viejo propietario de la tienda, la observaba con atención. Lo conocía desde niña, desde que ella misma había modelado sus creaciones. Siempre había sido muy cálido con ella. Hoy, sin embargo, no le sonrió; su gesto era más bien de molestia, con un dejo de… ¿piedad? Curioso. Estaba a punto de volver a mirarlo para corroborar su suposición cuando algo más en su campo de visión captó su atención, y un instinto más poderoso que cualquier otro impulso detectó que algo andaba terriblemente mal.
Dos cosas sucedieron en ese momento. Dos cosas que desatarían un infierno, la más horrible de las pesadillas.
Primera, Paulina vislumbró a su madre, Escandra, lejos de donde la había dejado por última vez, vigilando a su hermana menor. Su rostro reflejaba una sonrisa socarrona y torcida, como la que esbozaba cada vez que sorprendía a la joven Paulina en medio de alguna tontería.
Segunda, el pequeño asiento en la librería de niños que Mindy solía ocupar junto a la ventana estaba vacío.
Presa del pánico y con todos sus sentidos en alerta, Paulina se dirigió hacia el acogedor local. Sintió helarse sus entrañas cuando cayó en la cuenta de que en verdad Mindy no estaba por ningún lado.
La señora Cope, la dueña, la miró con dulzura y con una expresión de lástima en sus grandes ojos verdes como lama. En su ira, a Paulette le pareció solo una vieja estúpida. La saludó al llegar a su lado.
-Polly, querida, que sorpresa verte por aquí…- comenzó la cuarentona, pero Paulina estaba ocupada para estas tonterías.
-¿Dónde está?- demandó casi gritando. -¿Dónde está Mindy?
En el rostro de la señora Cope se dibujó una expresión de verdadero dolor. –Polly, sabes que Mindy no está. No hay nada que puedas hacer ya-.
Paulina no reaccionó. Estaba aturdida. Volvía la cabeza en todas direcciones, buscando a la pequeña de once años. Seguramente alguien debió verla. Se abrió paso por las mesitas, escapando grácilmente a los dedos de la librera y mirando a cada niña a la cara hasta estar completamente segura que no era Mindy. Recorrió toda la tienda. Cuando la horrible verdad fue evidente, echó a correr por toda la plaza comercial, buscando. No tardó mucho en comenzar a gritar su nombre.
Algo le tapó nariz y boca. Tenía un aroma dulzón que le quemaba la nariz y la garganta. No podía respirar nada más. En ese infinitesimal segundo, una trivialidad cruzó por su mente: Doce años de estudio de las artes marciales al carajo…